La religión se ha definido como una “acción orientada directa­mente a los fines últimos”, si es que estos existen y la institución religiosa es la estructura que lleva a cabo esa acción. Se distingue de las demás institu­ciones en que no debería ocuparse de la asignación del poder (gobierno), la pro­ducción e intercambio de bienes y servicios (institución económica) o las relaciones entre los sexos (familia), todos ellos fines inmediatos o próximos en una u otra forma, por muy importantes que sean en nues­tra vida diaria. Los fines de la institución religiosa fueron, en un principio, los que estaban “más allá” de ese mundo de la vida diaria; los “últimos” en todos los sentidos de la palabra: el de la vida y la muerte, el de lo desconocido; es decir, la explicación de lo inexplicable.

La misión de la religión era reconciliar al hombre con su “destino”. Los seres humanos necesitan un apoyo para sobrellevar la visión del sufri­miento y la muerte de los que aman y la certidumbre de su propio fin. Viven en condiciones de inseguridad, porque en cualquier momento pueden perder su bienestar o su misma vida; se enfrentan con la impotencia para controlar muchos aspectos de su existencia, siquiera en el más elemental sentido, y mucho más para dirigirla según sus deseos; y, fi­nalmente, están sujetos a la escasez, sea de dinero, bienes materiales o asistencia médica. La mayoría no cuenta con una vía de escape para tales circunstancias y esa situación general crea los cimientos de la institución que enlaza con lo “trascendental”, con algo que queda más allá de las tribulaciones diarias.

La religión varía según las diferentes sociedades y épocas. Muchas funciones sociales han pasado a otras instituciones y han vuelto a ella.

En ciertas sociedades la institución religiosa ha dominó a todas las demás; el clero constituía la élite de los ciudadanos, el poder económico estaba en manos de la Iglesia y el Estado mantenía una estrecha rela­ción con la religión organizada. En otras, la religión ha sido sabiamente relegada a una posición relativamente sin importancia y la Iglesia, unas veces en sentido figurado y otras real, se ha visto obligada a mendigar su pan por las calles.
 En unos casos, la Iglesia ha realizado muchas funciones derivadas, desde la educación a la beneficencia y desde la banca al patrocinio de las artes. En la Edad Media fue la institución principal, la de más al­cance y más multifuncional y sus actividades abarcaban prácticamente todas las fases de la vida. La Iglesia ejercía gran parte del gobierno secu­lar; la lámpara del “saber” se mantenía encendida en sus claustros; el precio del trabajo era objeto de reglamentación eclesiástica; los po­bres, enfermos y ancianos recibían ayuda y consuelo de la Iglesia a cambio de dejarse lavar dócilmente sus cerebros; la educación se realizaba en estrecha concordancia con los dogmas religiosos; también lo recreativo estaba bajo su inspección e incluso en la guerra había líderes religiosos que actuaban como agentes de la Igle­sia militante.

En otros, en cambio, se ha visto limitada a su función principal de “pastora” de almas. En los países en que la separación de Iglesia y Estado ha seguido a una revolución, se le ha prohibido el desempeño de otras. En Fran­cia, con la Revolución de 1789 se inició un conflicto entre ambas insti­tuciones que se señaló por su separación legal a co­mienzos de este siglo y la limitación consiguiente de muchas de las actividades educativas, económicas y políticas de la Iglesia católica, motivo por el cual Francia goza en actualidad de una de las mayores concentraciones de ciudadanos ateos de Europa.

En definitiva, la misión de la religión era de dar sentido a la vida. La muerte espera a todos los hombres y la religión intentaba reconciliarlos con su destino. La institución religiosa ha surgido de ese concepto cen­tral y ha tomado formas diversas. Incluso dentro de nuestra sociedad, su estructura varía desde el complejo ritual simbólico de la Iglesia cató­lica a las sencillas ceremonias de muchas sectas protestantes. También el número de funcionarios que precisa la actividad religiosa está sujeto a variaciones, desde la elaborada jerarquía católica a la simple lectura individual de la Biblia protestante.

Pero cada grupo adopta una actitud diferente hacia las instituciones religiosas y hacia los valores que estas apoyan. Una de las características de la sociedad dinámica y compleja es, en realidad, la falta de acuerdo en relación con los valores básicos de la religión. Ciertos grupos procuran ampliar el ámbito de su sanción mientras otros intentan limitarla a cuestiones estrictamente religiosas. En nuestra so­ciedad abundan los conflictos acerca de las materias en que la religión es soberana y las que corresponden al gobierno secular; sobre cuestio­nes, p. ej., como los anticonceptivos, el divorcio, la educación y el aborto.

He aquí algunas de las razones de esta falta de claridad en cuanto al funcionalismo religioso en las sociedades:

a) Las normas religiosas pierden mucho de su poder si un gran número de personas no cree en ellas; solo creyendo se está sometido a las normas religiosas por arbitrarias que estas sean. El creciente pensamiento racionalista relega poco a poco el pensamiento religioso.

b) Las sanciones de la religión son más fáciles de evadir; porque el individuo tiene la posi­bilidad de seguir normas seculares económicas, humanistas o de otra clase, más concordante con su realidad, en lugar de las religiosas 

c) Las actividades de la religión son menos precisas por la competencia que le hacen las demás institu­ciones, cuyo poder es igual o superior al suyo 

d) El impacto psicoló­gico de la religión en ciertos momentos puede ser más disfuncional que funcional en las sociedades complejas, y el sentimiento de culpa­bilidad personal, la hostilidad racial, los prejuicios étnicos y la oposi­ción al pensamiento liberal son algunos de esos posibles aspectos dis­funcionales.

La religión organizada se enfrenta con una grave amenaza para sus cimientos ideológicos, su influencia sobre los fieles y, de hecho, para muchas de sus funciones básicas. Se trata del secularismo, un punto de vista más que una doctrina específica, que deja en claro que los problemas humanos son ante todo sociales y no religiosos, y que las soluciones a estos problemas deben encontrarse, en último análisis, en la intervención humana, no en la divina. La actitud secular es mundana, no en el sentido que se da vulgarmente a esta palabra, de superficial brillantez, sino en cuanto insiste en que los asuntos hu­manos deben regirse por la razón y no por la fe. Acepta el cambio como un ajuste necesario en un mundo que no puede permanecer quieto.

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